29 jul 2011

La luna también puede ser una sonrisa torcida.

Solté rápidamente mi arnés al ver que se abrían las puertas del coche y Alma y Gunnar bajaban de este. Las manos me temblaban, pero no de miedo. La curiosidad siempre había sido algo muy latente en mi persona. Me moría por adentrarme en esa espesa oscuridad y saber que se escondía detrás de ella. 
Con un par de chasquidos, por fin pude soltarme de aquel maldito cinturón doble y bajé rápidamente. Para mi sorpresa, la tierra estaba fangosa, así que mi pie se hundió de lleno en el suelo. Odiaba mancharme los zapatos. Odiaba muchas cosas. 

Inmediatamente después de poner el segundo pie en tierra firme, unas trompetas empezaron a sonar y me sobresalté. Identifiqué rápidamente la melodía. Tocatta y Fugue, de Johann Sebastian Bach. El sonido venía de todas partes. De entre los árboles que se mecían lentamente a merced del viento, de el cielo tan oscuro y espeso que parecía cernirse sobre mí en cualquier momento... Del coche que había detrás de mí. Esa preciosa melodía me envolvía cada vez más y yo nada más quería identificarla, pero no podía. Mi corazón aleteaba frenéticamente contra mi pecho y mis músculos se tensaron. ¿Cuántas veces un concepto carente de culpabilidad había dado paso a la más grande de las masacres? Incontables, demasiadas y esta no podría ser una menos. 



Conforme la melodía avanzaba, no se producía ningún cambio. Alma y Gunnar estaban de pie, en la misma posición. Sus manos yacían entrelazadas a su espalda y el mentón alzado. Mirando a la nada. Firmes. Mientras me hundía en el barro, decidí dar un paso, vacilante. La melodía iba llegando a su fin. A lo lejos, al horizonte, un castillo se alzaba imperioso e imponente. Tétrico y oscuro. La música paró. Mis ojos iban a enloquecer tratando de escudriñar hasta el más breve rincón de la oscuridad y entonces, fue cuando atisbé algo en movimiento. Rojo. 

Me puse firme, pero era una posición que distaba mucho de las de Alma y Gunnar. Era una pose de defensa. Mis colmillos amenazaron con salir y notaba como mis pupilas se estrechaban. Pero todo eso dio paso a unas faldas rojas que se movían elegantemente. Empezó a descubrirse desde abajo. Llevaba unos zapatos pulcros, que andaban sobre una alfombra de color cobre. Habría jurado que ese suelo era mucho más firme que el mío, que casi había cubierto mis deportivas con la mezcla de agua de lluvia y tierra, a parte de otros desconocidos restos de la naturaleza. Lo siguiente que descubrí, fue la falda. Roja y enorme, de la época victoriana, supuse. Después pude llegar a descubrir un apretado corsé de color rojo y negro. Clásico y típico, pero atrevido para la época. Seguidamente, todo se descubrió al instante. De repente. 



Una mujer apareció de las sombras flanqueada por un hombre aparentemente y un... ¿Qué demonios era eso? Se parecía a un hombre, pero tenía... ¿Cuernos? El pelo lacio y largo le caía sobre la espalda y unas pequeñas alas —nada bonitas— asomaban detrás de su espalda. Parecía un mezcla de cabra, con murciélago y hombre. Me dedicó una torcida sonrisa y aparté la vista hacia la mujer del centro. Se alzaba en mitad de los hombres, imperiosa. Tal y como el castillo lo hacía a sus espaldas, entre la oscuridad. Sus uñas, de color rojo eran largas y estaban perfectamente cuidadas. Como garras. Su expresión era pérfida e inescrutable. Severa y hermosa a la vez. Sus labios, formaban casi la silueta de un corazón, de un color rojo, también. Sus ojos eran claros, casi iguales a los míos, pero los suyos tenían una expresión de frialdad, de ira y de maldad. Tenía una gran cabellera recogida en gruesas trenzas formando una copa sobre su cabeza, recogida por un extraño broche que llevaba una rosa incrustada en él.
En las manos llevaba una especie de timón formado con espadas diminutas y una forma de corazón en medio. Lo más estrambótico que he visto nunca, pero tenía estilo, había que reconocerlo.

Deja de mirarme de ese modo. ¿Dónde están tus modales, niña? —dijo la mujer de rojo.

Su voz era imponente. No hablaba, ordenaba. Tono frío y despectivo, me recordó a la señorita Rottenmeier de Heidi. ¿Cómo se suponía que debía mirarle? Aparté mi mirada hacia la derecha, pero no bajé mi mentón. No me iba a agazapar sobre mí misma solo porque vistiese un bonito vestido y porque tuviese cara de arpía. El pelo me ondeó al viento, que se giró repentino sobre donde quiera que estuviésemos. Un bosque, supuse. 

Tienes el pelo demasiado largo. —suspiró cansadamente y prosiguió— Soy Orsolya Nádasdy de Nádasd, hija de...

Erzsébet Báthory de Ecsed de la dinastía de casa Báthory... —la voz me tembló al final de la frase. 

Mis rodillas temblaron y noté la chapa del chasis del coche detrás de mi, fría y dura aprisionandome. Mi respiración era entrecortada y mis ojos buscaron a la mujer que tenía enfrente. Hija de la Condesa Sangrienta. Sabía perfectamente toda su historia. Su linaje. Sus secretos y sus anomalías. Pero no de su hija, si no de Erzsébet. Era la mujer más sanguinaria y despiadada que había conocido, aunque solo fuera por libros, películas y archivos o documentos antiguos. En mi habitación, tenía un cuadro de ella, que la representaba a la perfección.

La vejez la alcanzaba y ella estaba ansiosa y desesperada por conseguir más sangre de jóvenes desde los nueve hasta los veintiséis años de edad. Sobre ella se cernía una maldición de una bruja, que la condenó a envejecer antes de tiempo. Una tarde, en su Čachtice, una sirvienta la estaba peinando y le dio un tirón sin querer que la hizo bramar de dolor. Aquella pobre sirvienta tuvo suerte, ya que lo normal habría sido que la apaleasen cien veces con un bastón. Erzsébet, le reventó la nariz de un bofetón. Cuando la sangre le salpicó en la piel, a ella le pareció que donde habían impactado las gotas, habían desaparecido las arrugas de su vejez y su piel recuperaba la lozanía juvenil. La condesa, fascinada pensó que había encontrado la solución a la vejez, y siempre podría conservarse bella y joven. 

Todas esas leyendas, ahora se me hacían reales y me atemorizaban. Su hija vivía y estaba delante de mí. Su torcida sonrisa me chivó que había cumplido su objetivo. Asustarme.